jueves, julio 29, 2010

DONDE ESTÁ LA VERDADERA CRISIS DE LA IGLESIA

  La crisis de la pedofilia en la Iglesia romano-católica no es nada en comparación con la verdadera crisis, esta sí, estructural, crisis que concierne a su institucionalidad histórico-social. No me refiero a la Iglesia como comunidad de fieles. Ésta sigue viva a pesar de la crisis, organizándose de forma comunitaria, y no piramidal como la Iglesia de la Tradición. La cuestión es: ¿que tipo de institución representa a esta comunidad de fe? ¿Cómo se organiza? Actualmente, ella aparece como desfasada de la cultura contemporánea y en fuerte contradicción con el sueño de Jesús, percibido por las comunidades que se acostumbraron a leer los evangelios en grupos y hacer así sus análisis.
Dicho de forma breve pero sin caricatura: la institución-Iglesia se sustenta sobre dos formas de poder: uno secular, organizativo, jurídico y jerárquico, heredado del Imperio Romano y otro espiritual, asentado sobre la teología política de San Agustín acerca de la Ciudad de Dios que él identifica con la institución-Iglesia. En su montaje concreto no cuenta tanto el Evangelio o la fe cristiana, sino estos poderes que reivindican para sí el único «poder sagrado» (potestas sacra), incluso en su forma absolutista de plenitud (plenitudo potestatis), en el estilo imperial romano de la monarquía absolutista. César detentaba todo el poder: político, militar, jurídico y religioso. El Papa, de manera semejante, detenta igual poder: «ordinario, supremo, pleno, inmediato y universal» (canon 331), atributos que solo caben a Dios. El Papa institucionalmente es un Cesar bautizado.
Ese poder que estructura la institución-Iglesia se fue constituyendo a partir del año 325 con el emperador Constantino y fue oficialmente instaurado en 392 cuando Teodosio, el Grande (+395) impuso el cristianismo como la única religión del Estado. La institución-Iglesia asumió ese poder con todos los títulos, honores y hábitos palaciegos que perduran hasta el día de hoy en el estilo de vida de los obispos, cardenales y papas.
Este poder adquirió, con el tiempo, formas cada vez más totalitarias y hasta tiránicas, especialmente a partir del Papa Gregorio VII que en 1075 se autoproclamó señor absoluto de la Iglesia y del mundo. Radicalizando su posición, Inocencio III (+1216) se presentó no sólo como sucesor de Pedro sino como representante de Cristo. Su sucesor, Inocencio IV (+1254), dio el último paso y se anunció como representante de Dios y por eso señor universal de la Tierra, y podía distribuir porciones de ella a quien quisiera, como se hizo después a los reyes de España y Portugal en el siglo XVI. Sólo faltaba proclamar infalible al Papa, lo que ocurrió bajo Pio IX en 1870. Se cerró el círculo.
Ahora bien, este tipo de institución se encuentra hoy en un profundo proceso de erosión. Después de más de 40 años de continuado estudio y meditación sobre la Iglesia (mi campo de especialización) sospecho que ha llegado el momento crucial para ella: o cambia valientemente, encuentra así su lugar en el mundo moderno y metaboliza el proceso acelerado de globalización, y ahí tendrá mucho que decir, o se condena a ser una secta occidental, cada vez más irrelevante y vaciada de fieles.
El proyecto actual de Benedicto XVI de «reconquista» de la visibilidad de la Iglesia contra el mundo secular está destinado al fracaso si no procede a un cambio institucional. Las personas de hoy ya no aceptan una Iglesia autoritaria y triste, como si fuesen a su proprio entierro. Pero están abiertas a la saga de Jesús, a su sueño y a los valores evangélicos.
Este crescendo en la voluntad de poder, imaginando ilusoriamente que viene directamente de Cristo, impide cualquier reforma de la institución-Iglesia pues todo en ella sería divino e intocable. Se realiza plenamente la lógica del poder, descrita por Hobbes en su Leviatán: «el poder quiere siempre más poder, porque el poder sólo se puede asegurar buscando más y más poder». Una institución-Iglesia que busca así un poder absoluto cierra las puertas al amor y se distancia de los sin-poder, de los pobres. La institución pierde el rostro humano y se hace insensible a los problemas existenciales, como los de la familia y la sexualidad.
El Concilio Vaticano II (1965) trató de curar este desvío por medio de los conceptos de Pueblo de Dios, de comunión y de gobierno colegial. Pero el intento fue abortado por Juan Pablo II y Benedicto XVI, que volvieron a insistir en el centralismo romano, agravando la crisis.
Lo que un día fue construido, puede ser deconstruido otro día. La fe cristiana posee fuerza intrínseca para, en esta fase planetaria, encontrar una forma institucional más adecuada al sueño de su Fundador y más en consonancia con nuestro tiempo.


 
Leonardo Boff

martes, julio 27, 2010

La Iglesia Chilena en el Bicentenario

Publicado en revista Stella Maris de la Diocesis de Valparaíso en junio de 2010.

Poner a la Iglesia Católica de Chile en perspectiva histórica a propósito del Bicentenario de la República nos debiera llevar a plantearnos algunas formas de mirar desde 1810 hacia nuestros días. Al revisar lo que se ha escrito al respecto, nos podríamos dar cuenta que hay miradas más institucionales que centran su mirada en los sucesivos gobiernos episcopales, otros destacan las tensiones que existían mientras la Iglesia no estaba separada del Estado, o hacen una aproximación desde una mirada crítica a partir del rol que la Iglesia jugaba frente a los conflictos sociales, hasta quienes destacan la contribución que ella ha hecho al proceso de avanzar desde condiciones sociales menos favorables para el desarrollo humano a condiciones de vida cada vez más equitativas, especialmente, para los más necesitados.

De hecho, daremos una mirada muy limitada a estos 200 años, desde la última perspectiva planteada, y trataremos de ejemplificar, a través de la obra de algunos hermanos religiosos y laicos, como la Iglesia Católica de Chile ha jugado un papel muy importante en la construcción del país que hoy tenemos. Esta forma de ver asume que la Iglesia como sacramento de la presencia de Dios en el mundo rebasa los límites institucionales para hacerse “fermento en la masa” encarnándose en la historia de Chile y visibilizándose en diversos acontecimientos.
Si partimos nuestro camino en la Primera Junta de Gobierno del 18 de septiembre de 1810, veremos que entre los constituyentes de la misma se encontraba el Obispo José Martínez de Aldunate quien, pese a fallecer al año siguiente, dio su decidido apoyo a este movimiento que inició al camino que nos convertiría en república independiente.
En la misma línea, de apoyo a la causa independentista, sobresalió Fray Camilo Henríquez fundador del periódico “La Aurora de Chile” y autor de muchos escritos que resaltaban los ideales libertarios. Dentro de la jerarquía destacó la posición del Obispo de Concepción José Ignacio Cienfuegos que, incluso, defendió ante la Santa Sede la condición de Chile como un pueblo libre y soberano y que después de la batalla de Chacabuco expresó “Dios no admite ni puede admitir votos contra la libertad del hombre. La libertad que proclama el sistema de América es una libertad racional y saludable fundada en la igualdad, en la justicia y en el Evangelio santo”. Con la inauguración de la República se esparcían las semillas de lo que más tarde, a fines del siglo XIX, vendría a ser refrendado por el surgimiento de la Doctrina Social de la Iglesia.
Si bien existían estas posturas a favor de la independencia, también había otras que defendían la monarquía en contra de la lucha de los criollos emancipadores. La discusión de estas ideas no llegaba al pueblo que, en un gran número, vivía sin acceso a la educación, confinado a una vida rural como inquilinos de haciendas y fundos.
Así como algunos laicos y religiosos más ilustrados planteaban sus ideas frente a los acontecimientos, el pueblo del siglo XIX, dada su condición, fue desarrollando y acogiendo prácticas religiosas que fueron permeando, no solo la vida de la Iglesia sino que la cultura de nuestro país, fuerte fue la devoción del Sagrado Corazón o el canto campesino a lo humano y lo divino que como muchas expresiones de la religiosidad popular subsisten hasta nuestros días.
La influencia de la Iglesia en la construcción del país se fue dando, también a través de la educación que diversas congregaciones, a partir de la creación de escuelas e institutos, fueron entregando a las distintas clases sociales.
A fines del siglo XIX, más tarde que en Europa, pero con consecuencias similares, el país comenzó a conocer movimientos sociales producto de la llamada Revolución Industrial que provocó desplazamientos poblacionales desde los campos a las ciudades. En Chile estos desplazamientos estuvieron motivados, además, por la obtención y explotación de grandes yacimientos de salitre en el Norte después de la Guerra del Pacífico, las condiciones de explotación de los mineros hicieron surgir organizaciones sindicales que generaron huelgas en las que muchos de ellos perdieron sus vidas. La organización sindical se extendió a principios del siglo XX, al resto del país. Si bien, al igual que frente a las luchas de la independencia, no hubo una sola voz ante el conflicto social, al menos en esta oportunidad, la voz del Papa León XIII en la Encíclica “Rerum Novarum” servía de apoyo y fuente de inspiración para lo que se daría en llamar el catolicismo social que representó la preocupación de religiosos y laicos por lograr mejores condiciones laborales y de vida para los trabajadores.
Nombres importantes de señalar en este compromiso social de la Iglesia son el del Arzobispo de Santiago y Cardenal don José María Caro quien era de origen campesino y supo interpretar las enseñanzas del Evangelio y el Magisterio favoreciendo la organización sindical y generando movimientos laicales de trabajadores, en esta línea también se destaca la figura del Obispo Manuel Larraín cuya influencia no solo se dejó sentir en Chile y se proyectó al resto de América Latina, los sacerdotes Fernando Vives y Alberto Hurtado promotores y formadores de laicos que, desde la acción sindical y política, van a tener un protagonismo importante en la historia del siglo XX. El último de ellos nuestro Santo, que no solo expresó sus ideas, organizó a los trabajadores, predicó el Evangelio sino que, además, con sus manos construyó una gran obra que crece día a día.
Nuestra historia reciente está jalonada por testimonios que han dejado una impronta en este recorrido de 200 años, ahí están: don Raúl Silva Henríquez con su amor por la vida, por los pobres, por los niños, don Francisco Valdés Subercaseaux Obispo y Misionero entre las comunidades mapuches, don Alejandro Goic cuya voz profética, en torno a la necesidad poner justicia en la distribución de la riqueza partiendo por el establecimiento de un salario ético, ha sido escuchada por las máximas autoridades y podría convertirse en una realidad que pone de relieve la dignidad que todo hijo de esta tierra posee por ser hijo de Dios.
Decíamos que la limitación de espacio nos hace ser mezquinos en las menciones, hemos destacado a algunos servidores que han ido más allá de los limites institucionales y que con sus testimonios han sido reconocidos, por personas de distintas creencias e ideologías, como constructores de esta República Bicentenaria. Día a día, hay laicos y religiosos que, desde diferentes lugares, siembran semillas del Reino en este país que tanto queremos, ellos junto a todos los que nos han precedido han dado forma a una amalgama de fe y vida que hoy por hoy nos hace sentirnos con esperanzas y fuerzas para hacer de Chile, cada día más, una “Copia feliz del edén”.
Carlos Cortés Segovia.
Profesor de Historia